1
Una de las desventajas de viajar con humanos es tener que preocuparse del avituallamiento. Antes de ser adquirido por Cosme, yo viajaba con una tripulación enteramente robótica de robots libres, los Fielth Brooms nos llamábamos, con los que jamás redactamos una sola lista de avituallamiento. Recorríamos toda la galaxia conocida y desconocida a bordo del Corrianne Ciszewski, que no era una nave tan coqueta como la Darlene, sino un navío feo y chulesco pero inteligente como un demonio, que nos comandaba a todos con mano de hierro. ¡Qué tiempos aquellos! Podíamos viajar sin interrupción durante semanas, aterrizar en un asteroide, echar un partidillo de fútbol joviano mientras Corrianne rellenaba sus reservas de uranio, y continuar viajando casi sin suspirar.
Éramos robots, así que no teníamos necesidad alguna de organizar circadianamente nuestros ciclos vitales, nos pasábamos semanas enteras sin desconectarnos (a parte que el que se desconectaba para descabezar un sueñecito corría el riesgo de levantarse con un bigote metálico). No quiero decir que la navegación con humanos no presente sus ventajas: por ejemplo, te consultan cualquier tontería, que hasta el más tonto de los robots podría retener, y cuando les respondes con los datos exactos, te miran con admiración, como si acabaras de realizar una proeza; pero navegar junto a los tuyos tiene la gracia de moverse siempre al filo de la navaja.
Sin embargo, como no es oro todo lo que reluce, después de varias tropelías especialmente notables, Corrianne fue detenido, juzgado y condenado al desguace, mientras a nosotros se nos sometía a un juicio de idoneidad moral. La mayoría de mis compañeros no lo pasaron. No tenían los circuitos positrónicos adecuados para comprender que hubiera algo de malo en hacerse pasar por Dios ante una incipiente civilización humanoide, para obligarles a que nos entregaran a sus hijos primogénitos como mano de obra barata para la nave. De hecho, creo que fui el único en ser declarado apto de todos los Fielth Brooms.
En fin, que me voy por los asteroides, lo que quería decir era que lo de viajar con humanos, al menos humanos como los darlenautas, no era tan malo. Tenías que hacerte responsable de toda la parte electrónica e informática del viaje; pero por lo demás podías estar bastante tranquilo, seguro de que nadie te iba a retar a un duelo por mirar a su robota o tomarle prestado un poco de aceite. Lo único que me ha parecido siempre tedioso de las tripulaciones humanas es la redacción de las larguísimas listas de avituallamientos. Un robot sólo necesita energía, que puede obtener de cualquier fuente al alcance, y un poco de aceite para lubricar sus engranajes: ni ropas, ni alimentos, ni medicinas, ni distracciones, ni nada de esa multitud de elementos que los humanos parecen considerar imprescindibles para iniciar cualquier viaje, aunque sólo sea de un planeta a su vecino.
Y en esa fase estábamos, Diana le había dado su lista de peticiones a Cosme, le había encargado que recogiera las peticiones de Katyuska y Hans, y que redactara la suya propia. Ahora, Cosme me estaba pasando a mí las listas, para que las examinara y para que cursara los encargos. He oído historias terribles de robots que se han pasado semanas enteras perdidos en unos grandes almacenes, por fortuna en Asimov las cosas estaban suficientemente automatizadas y los darlenautas no eran unos tecnófobos, así que podía hacer todas las compras online, con la excepción de los trajes, que Hans había insistido en ir a buscar él mismo.
—¿De verdad es necesario encargar cera para bigote Charms? —pregunté al ver el encargo de Hans.
—No sé, supongo que sí, nunca he llevado bigote.
—Por ese precio podría hacerse construir un bigote de acero, y despreocuparse de tener que cuidarse esos pelillos que le salen debajo de la nariz.
—¿Cosme? —nos interrumpió la Darlene — ¿Cosme estás ahí?
—Sí, aquí estoy. Dime.
—¡Oh, Dios mío, me he quedado ciega, te oigo pero no puedo verte!
—No Darlene, bonita, simplemente estoy en el ángulo de visión de tu cámara 3A. La cámara que hay que sustituir. ¿Recuerdas?
—Ay, sí, qué alivio.
Cosme se giró hacia mí, y me habló entre susurros para que la Darlene no lo escuchara.
—Tienes que arreglarle esa cámara o nos acabará volviendo locos a todos.
—Ha llegado una notificación del palacio de gobierno - prosiguió la Darlene.
—¿Qué diantres quieren ahora esos burócratas?
—Dicen que hay un error en una de las solicitudes de permiso de vuelo para lugares desconocidos. Al parecer no describimos claramente el punto al que nos dirigimos.
—Lo describimos lo más claramente posible dadas las circunstancias, a fin de cuentas, por algo es un lugar desconocido.
—La nota dice que si no les hacemos llegar en persona una declaración jurada de buenas intenciones con la descripción del lugar, no se nos dejará partir y mucho menos disponer del dinero de la subvención.
—¿Tienes ahí algún modelo de declaración jurada?
—Tengo la que ellos nos han enviado.
La Darlene imprimió varias páginas seguidas que aparecieron a la izquierda de la pantalla principal de control.
—Vaya —dijo Cosme mientras las leía— según esto, hay que entregar estos documentos esta misma tarde, o si no habrá que pedir un formulario de entrega con retraso. Hyleas, ¿me acompañas?
—No faltaba más.
—¿Podrás cursar los encargos por el camino?
—Soy un robot de quincuagésimo sexta generación con el cerebro XDTR optimizado para el procesamiento de datos...
—Me basta con un sí.
—Entonces sí.
—Ale pues, vamos para el Palacio de Gobierno, a ver si no se les ocurre ninguna tontería nueva mientras llegamos.
2
Aproximadamente al mismo tiempo que Cosme y yo cogíamos el aereobus para ir desde el espacio puerto al Palacio de Gobierno, Dorotea miraba con veneración el libro que había sustraído de la biblioteca de Adela. Era un libro en el que se condensaba toda la sabiduría humana, Adela se lo había dicho, y ahora ella podía comprobarlo. Contenía entre sus páginas toda la historia del Universo, de su creación y de los dioses que lo poblaron y le dieron la forma y los nombres que tiene hoy. Era un libro en el que se detallaba toda la teogonía, la cosmogonía, la heliogonía y todas las otras diversas manías de los astros del chisme. El libro estaba profusamente ilustrado con imágenes de sus capítulos, e iluminaciones de los dioses.
Era La Biblia del chisme, un libro que llevaba haciendo temblar y emocionarse a generaciones enteras de humanos.
Los científicos llevaban siglos desautorizándolo y señalando sus múltiples incoherencias, no se comprendía, por ejemplo, cómo era posible que en uno de sus capítulos se hablara de la conquista espacial, como si se tratara de un hecho consumado, mientras que en el capítulo siguiente, cronológicamente posterior, los humanos siguieran desplazándose a caballo por la Tierra. La tecnología espacial, además, era tan inverosímil y tan variada entre los diversos capítulos, que la única manera de explicar su pérdida hubiera sido la de una infinidad de apocalipsis culturales que la hubieran barrido una y otra vez de la existencia. Esta hipótesis, por otro lado, no era tan descabellada si se tenía en cuenta lo que se contaba en La Biblia del chisme. Si se hacía caso de lo explicado entre sus páginas, la especie humana había estado a punto de desaparecer en miles de ocasiones, y en otras tantas miles se había salvado por alguna intervención de última hora de alguno de aquellos héroes antiguos.
Algunos exégetas se habían esforzado por demostrar que todo era perfectamente coherente, y habían ordenado los acontecimientos para que siguieran una suerte de orden lógico que, aunque no cronológico ni narrativo, parecía dar una cierta racionalidad a toda aquella serie de hechos inconexos. Según estos estudiosos, había una manera correcta de contemplar las narraciones de la Biblia como un todo ordenado, la lástima era que no se pusieran de acuerdo en cuál era.
Cada hermeneuta tenía su historia preferida, a partir de la cual intentaba organizar el resto. Asumían que sólo esa narración debía ser interpretada literalmente, mientras que las otras debían considerarse alegorías. Así surgían los solarianos, los avatarianos, los alienanos, los odiseanianos, los starwarianos, los trekianos y los enanos a secas. Sin embargo yo, como robot capaz de valorar objetivamente sin implicación emocional, veía que el criterio de verdad no era el adecuado para abordar los mitos contenidos en La Biblia del chisme. Es más, a riesgo de que me condenen como hereje de nuevo, y me vuelvan a meter en otra hoguera, he de decir aquí que yo creo que los mitos de La Biblia no se deben valorar ni siquiera en su faceta alegórica, sino sólo en la narrativa. Es por eso que, aunque la mayoría de historias sean tremendamente inverosímiles, siguen siendo extraordinariamente entretenidas.
No era posible que nadie en su sano juicio se creyera que ciertas diosas, bastante atractivas según el criterio humano, hubieran tenido tantísimos problemas para encontrar consorte como aparecía en la Biblia. Tampoco me parecía razonable creer que hubiera habido una ciudad en el extremo Oriente de la Tierra que hubiera sido atacada centenares de veces por un mismo dragón espacial, y menos aún que sus habitantes insistieran en seguir construyendo en el mismo lugar sus casas, sabiendo que no pasaría ni un mes sin que otro lagarto gigante viniera a destruírselas. ¿Y qué de los diversos ciclos? ¿El génesis? Tres humanos, feos como un pecado, en busca del fuego. ¿Los romanos? unos tipos muy poderosos pero incapaces de conquistar una pequeña aldea gala. ¿El ciclo heróico? Un grupo de humanos con superpoderes increíbles, y mal gusto estético más increíble aún. Era cierto, que algunas historias parecían tener un trasfondo que pretendía ir más allá de ellas mismas. Pienso en concreto en la historia de los sellos, en la que a un tipo estirado y enjuto que vuelve a su tierra después de haber desperdiciado quince años batallando, se le aparece un calvo con capucha y lo desafia a jugar al parchís durante una interminable partida.
Con todo, nada de ello, ni la incapacidad de la hermenéutica, ni las denuncias de los diversos robots herejes, ni las llamadas al sentido común de los científicos eran óbice para que los creyentes fanáticos siguieran defendiendo a capa y espada que todo lo escrito en La Biblia del chisme era cierto y había ocurrido exactamente tal y como se explicaba allí.
A mi parecer, era esta creencia, y el hecho de que llevara ordenando las vidas humanas desde hacía siglos lo que convertía al dichoso libro en realmente valioso, con independencia de que se creyera o no en toda la sarta de mentiras que lo componían.
En ese aspecto sí que era, desde luego, un libro clave y único en la historia humana; sin embargo, no era un libro único en un sentido físico. Casi cada casa humana, y muchas alienígenas, tenían su propio ejemplar de La Biblia del chisme, no en vano se trataba del libro más editado de toda la historia (ésta era probablemente la única verdad indiscutible que llevaba escrita). Era un regalo habitual cuando no se sabía qué regalar, proporcionalmente barato a pesar de su número de páginas, podía encontrarse en librerías de viejo a precio de saldo.
No obstante, Dorotea lo miraba con cariño y embeleso, convencida de que se trataba de una obra única y desconocida para la inmensa mayoría de humanos. Una obra cuya difusión estaba en sus manos, era su misión personal, la que daría sentido a su existencia.
Los Garland habían sido una familia piadosa y rica, aunque a veces no demasiado despiertos. Habían sido sus padres los que habían insistido para que ella entrara al servicio dEl presidente. Querían hacer de ella una mujer de provecho; pero ella sabía que había habido un motivo más profundo y oculto. Un motivo orquestado por el mismísimo Dios del Chisme para que ella se hallara en el mismo lugar, en el Palacio de Gobierno, donde se custodiaba la copia de aquel valiosísimo libro.
Había sido el destino el que la había llevado a entrar en la celda de Adela, en el mismo instante en que ésta ocultaba subrepticiamente algo en las estanterías. La había pillado con las manos en la masa, leyendo aquel libro que las reginianas mantenían oculto, y había intentado disimular. La sorprendió un poco que Adela accediera a explicarle de qué iba y algunas de las historias que contenía entre sus páginas. De hecho, la Mama reginiana disimuló tan bien que, de no haber estado convencida por su verdad interior, Dorotea hasta hubiera dudado de que el libro fuera nada especial. Adela habló de él como si fuese una obra de todos conocida; pero Dorotea no se dejó engañar, así que aprovechó la primera oportunidad que se le presentó para robarlo.
Luego huyó, aterrorizada por su temeridad, pero orgullosa de haberse atrevido a llevarla a cabo. La conciencia del delito la había llevado a afondarse en sus sentimientos mesánicos. Si cualquier dios la había puesto en aquel peligro había sido, sin lugar a dudas, para ponerla a prueba y ahora que había demostrado su valor, el siguiente paso lógico era llevar la verdad y la salvación al mayor número posible de personas. Aunque para lograrlo, lo primero que debía hacer era ponerse a salvo a sí misma, y eso no era una tarea baladí.
Se imaginaba cercada por regimientos de reginianas, acechándola para volverse a hacer con su tesoro. Y en esto último no se equivocaba, sólo que las reginianas, como nosotros ya sabemos, no andaban detrás de La Biblia del chisme sino del diario íntimo de su Mama. Claro que tampoco lo sabían, Adela se había guardado bien de decir a nadie, ni siquiera a las más cercanas de sus hermanas, que tenía escritas y redactadas con letra de imprenta más de cien páginas llenas de las más diversas y procaces perversiones. No había sido demasiado inteligente por su parte ceder ante aquella promiscuidad simbólica; pero en fin, lo hecho, hecho estaba. Ahora sólo quedaba extender en todo su poder las redes reginianas para atrapar a la traidora.
Dorotea era muy consciente de que las reginianas tenían ramificaciones en forma de capítulos en casi todos los lugares del sistema Wellsiano, así que debía escapar, huir a algún lugar lejos de Wells y sus planetas, adonde las reginianas no la encontraran y le dieran tiempo de organizar su propia religión con su buena nueva.
Aunque la pobre Dorotea no podía saber que el libro, que había robado por equivocación, era tan valioso que ni siquiera fuera de Wells las reginianas cejarían en su empeño. Adela necesitaba recuperar aquel libro, era demasiado valioso para ella, si acababa en malas manos, esto es, en manos corellianas, no sólo las reginianas peligrarían, sino que el propio universo se vería abocado a la locura, la destrucción y el caos. ¿Un poco exagerado? Tal vez, pero eso no impedía que la Mama reginiana estuviera convencida de ello. Adela contemplaba con horror la posibilidad de que fuera publicado, y sus apenas cien páginas de blanco sobre negro, con alguna que otra ilustración a boli azul, socavaran las raíces de toda civilización humana, hundieran el Universo en el Apocalipsis y provocaran alguna que otra erección.