Un lugar común achaca un grado superlativo de inmoralidad a los desorbitados gastos en investigación espacial cuando una parte muy grande de la humanidad está pasando hambre. En realidad la generalización se rige hacia cualquier tipo de gasto considerado como superfluo, ya sea en nuevas carreteras como en gasto militar, pero es a las áreas de conocimiento en las que no queda claro el retorno de esa inversión donde más furibundo es el ataque y la contestación.
Lamentablemente se mezclan cuestiones disimilares, apelando a una combinación de compasión y sentimiento de culpabilidad del occidente rico, mezcla que me parece éticamente repugnante, por muy elevados que sean sus objetivos.
Es obligado moralmente evitar el hambre en el mundo, pero recordemos el aserto de no dar pescado, sino enseñar a pescar. Los promotores de la desinversión no dejan muy claro en que se debería gastar ese dinero de la investigación espacial, o investigación en general, si en sopa boba, que no soluciona realmente nada, si en formar y educar para que la situación de hambruna no se perpetúe, o en derrocar a ciertos gobiernos dictatoriales, poner a esos países bajo tutela internacional y sanear instituciones e infraestructuras para un futuro mejor.
El caso es que cualquier medida a tomar no debería pasar por hurtar recursos de investigaciones que a la larga revertirán en beneficio de todos. Una parte muy importante del esfuerzo de los investigadores, o al menos de aquellos que avalan sus esfuerzos, es la de explicar porqué se invierte tanto dinero en esfuerzos sostenidos a largo plazo.
Una inversión que no es directamente constatable no parece una inversión válida, pero el hecho de que un dólar invertido hoy en investigación espacial no evite que un niño muera mañana no significa que mil niños no vayan a salvarse en el futuro. Lamento ser tan gráfico, pero la falta de perspectiva respecto a los resultados finales de la investigación científica por parte de la sociedad, hace desalentador cualquier esfuerzo al respecto.
Sin embargo, seamos optimistas, veamos como es posible que la investigación espacial, o al menos parte de su subproductos en forma de satélites y tecnología de la comunicación, hace un bien real a la gente.
El incremento constante de la telefonía móvil en el tercer mundo escandalizará a más de un biempensante que abominará de ello. Mueren de hambre ¡y les enviamos móviles!
dirá. Un móvil no se come, cierto es, pero ayuda, y mucho, articulando unas sociedades que hasta hace poco vivían prácticamente aisladas entre si, con apenas más contacto que los mercados semanales y esporádicas migraciones ganaderas.
Gracias a la telefónica móvil se agilizan los intercambios comerciales, a los pequeños agricultores les es posible saber en tiempo real en que mercados se pagan mejores precios por sus productos y dirigirse a ellos sin que el desplazamiento se convierta en una lotería, la atención sanitaria se agiliza al disponer de un sistema casi inmediato de aviso, los lazos sociales se estrechan y la colaboración entre comunidades se hace más constante.
De haber esperado a que esas comunidades tuvieran telefonía fija, o estuvieran dependiendo de una igualmente fija red de radioestaciones, no hubieran accedido a estas y otras ventajas de una forma tan inmediata. Otras aplicaciones igualmente imaginativas se están dando por todo el mundo de tecnologías que no se comen
, pero que como apunté al principio, ayudan a consolidar y estabilizar sociedades poco estructuradas, lo que a la larga se traduce en el incremento del comercio, la distribución más homogénea de los recursos, y en definitiva, en paz y prosperidad.