El éxito de un libro o película lleva consigo, casi de forma automática, la edición o rodaje de una secuela siguiendo el hilo conductor o ambientación y personajes de la primera. El destino de las secuelas es variopinto, desde aquellas que no sobreviven a su propia mediocridad (y, por lo tanto, al fracaso económico) hasta aquellas otras que quizá sin levantar tanto entusiasmo como la idea original resultan lo bastante atractivas como para ser el inicio de una serie que, esto si es casi general, acabará languideciendo con el paso del tiempo o convirtiéndose en un negocio dirigido casi exclusivamente a sangrar los bolsillos de los fans más acérrimos del producto.
El problema realmente surge cuando las secuelas (o precuelas, tanto da) se tratan de forma excesivamente mercantilista y se olvida que, ante todo, el lector/espectador, consumidor al fin y al cabo, puede o no estar al tanto de la obra que provocó la nueva explosión de creatividad dirigida, y así no resulta extraño encontrar de cuando en cuando obras del todo incomprensibles, sin principio aparente, sin puesta en antecedentes, sin estructura, en definitiva, que confunden al recién llegado y le llevan a recomendar muy encarecidamente a sus amigos y conocidos que huyan de ella como alma que lleva el diablo.
El fenómeno se da con más intensidad cuando la obra se ha ideado, teóricamente, desde un principio como trilogía o trilogía de trilogías, las segundas y terceras partes acaban convertidas en un galimatías de guiños al aire y personajes sin sentido que cruzan aquí y allá sin que queda nada claro su papel en el montaje. No es fácil percibir estas cuestiones cuando ya se viene con la lección aprendida de la parte anterior (o posterior) y todo encaja a la perfección, pero para los recién llegados la falta de información resulta un lastre, más bien una falta de él, que sólo consigue aburrir y desengañar.
La experiencia popular, que prefiere condensar la sabiduría en expresiones contundentes antes que en largas disertaciones ya lo dice; Segundas partes nunca fueron buenas y las razones son muchas; repetición por agotamiento de la idea original, pérdida de fuerza narrativa y, sobre todo, contar en demasía con la supuesta complicidad del lector/espectador para que, con su conocimiento previo, tape los huecos que los autores, ya sea por torpeza, ya sea por falta de ganas e imaginación, son incapaces de cubrir adecuadamente.