Ya está.
Sutilezas cronológicas aparte, se acabó el siglo XX y empieza el XXI, se acabó el segundo milenio y nos metemos de cabeza en el tercero.
Y por lo que sabemos nada de monolitos, nada de extraterrestres y nada de vida en otros planetas. Y nada de Inteligencias Artificiales, nada de antigravedad, nada de teletransportación y nada de hiperespacios o robots más o menos simpáticos.
Podría resultar un duro golpe para los aficionados a la ciencia-ficción no encontrarse en el mundo que se habían previsto en ciento, miles de novelas y cuentos, pero eso tampoco es del todo cierto. Nos rodean cientos, miles de aparentemente cotidianos adminículos propios de nuestro tiempo, con los que el aficionado de hace cincuenta años vería colmadas todas sus espectativas; comunicadores personales, en forma de teléfono móvil, capaces de contactar con cualquiera en cualquier parte del mundo en menos de cinco segundos, ordenadores diez veces más potentes de lo que hace sólo cincuenta años se consideraba suficiente para todos los cálculos científicos y financieros del mundo olvidados en un rincón de la casa por obsoletos, se cocina sin fuego en cajas y placas que ni siquiera desprenden calor, intervenciones quirúrjicas que hace pocos años tardaban horas en completarse y suponían una penosa convalencia se han transformado en diez minutos de aplicación de ultrasonidos y una vuelta inmediata a la vida normal.
Y también hay enfermedades tan terribles que se han convertido en pocos años en una plaga mundial, hambrunas como nunca antes se habían conocido y tal desequilibrio en el reparto de los recursos que hasta nuestras gordas y lustrosas mascotas son más ricas
y reciben mejores cuidados médicos que millones de seres humanos.
Vivimos realmente en el futuro, uno de los muchos futuros que hubiera sido posible imaginar, y que al joven Asimov hubiera maravillado igual que cualquier otro de los leídos en sus amados pulps o imaginados por el mismo.
Y todo ha ocurrido casi sin darnos cuenta, en el día a día cotidiano. Y eso nos ha convertido, como generación, en algo que hacía cien años que no se daba; en antigüedades. Los niños que nazcan a partir del 1 de enero del 2001 nos verán dentro de quince, veinte años, como sorprendentes atavismos de otra época en la que la vida era distinta, ni más fácil ni más difícil pero desde luego, muy distinta.
Ya hoy, millones de jovencitos se asombran de que sus abuelos, padres, hermanos mayores, fueran capaz de articular sus relaciones sociales sin la telefonía móvil, a muchos más les cuesta creer que alguna vez la televisión fue en blanco y negro. A mi mismo me resulta asombroso pensar que cuando nací, mis padres ni siquiera tenían en mente la posibilidad de instalar el teléfono en casa.
Y ahora, aunque nos asombramos de esas pequeñas cuestiones, tampoco damos mayor importancia a lo ocurrido, fue sólo hace unos años antes, lejanos, es posible, pero sin una fecha significativa sobre la que hacer pivotar toda la civilización. Era nuestra época, un poco anterior, con menos inventos y otras preocupaciones, pero de la que al cabo, nos sentimos en cierto modo contemporáneos.
¿Pero que ocurrirá con nuestros futuros hijos, sobrinos, nietos? ¿Cómo nos verán? ¿Qué pensarán de nuestras rancias historias de ordenadores con teclado y videófonos móviles exclusivamente de voz?
Pensarán que somos antiguallas del siglo pasado, viejos, que imaginando futuros asombroso, sólo cuentan historias de un pasado más asombroso aún, mientras hojean añorantes el librito LA CIENCIA-FICCIÓN A LA LUZ DE LAS BOMBILLAS de un centenario Domingo Santos.