Creo haber comentado en alguna ocasión que VENIMOS A DESTRUIR EL MUNDO, número 10 de la segunda edición, fue la novela con la que conocí la inmortal obra de don Pascual Enguídanos, de modo que este título en concreto es muy querido para mí. Con todo, admito que es muy difícil escoger uno entre los más de cincuenta títulos que componen esta fantástica novela-río, porque todos ellos poseen una calidad literaria extraordinaria. Pero en mi caso lo tengo claro, y si tuviera que elegir una como la mejor novela no ya de La Saga, sino del género, escrita por el bueno de don Pascual, me decantaría de inmediato por EL ÁNGEL DE LA MUERTE. Y esto por la sencilla razón de que trata sobre uno de mis temas favoritos de la ciencia-ficción: la robótica.
Aunque los robots, en todas sus variantes, han estado presentes en nuestro género prácticamente desde los inicios del mismo, lo cierto es que, hasta la aparición de la obra que nos ocupa, Enguídanos siempre había tratado el asunto muy por encima. Al menos, en lo que se refiere a lo que podríamos definir como robótica avanzada. En La Saga hay muchos robots, pues, de hecho, no sólo lo son las icónicas tarántulas, sino los tanques e incluso los mismísimos torpedos. Pero el concepto de autómata de configuración humanoide no parecía interesar mucho al autor, por las razones que fuesen. Que yo recuerde, el robot metálico clásico, con forma vagamente humana, dos brazos, dos piernas y tal, tan sólo aparece en algunas de las novelas, y siempre como una mera herramienta, un utensilio desechable. Se me vienen ahora a la memoria los robots soldados nahumitas, descritos en GUERRA DE AUTÓMATAS. Mucho más adelante, el autor valenciano nos presentaría una aberrante evolución de la sociedad redentora, donde los habitantes de Redención, obsesionados con la inmortalidad, han trasplantado sus cerebros a unos curiosos y ciertamente decepcionantes autómatas mono rueda. ¿Quién desearía vivir eternamente como un cachivache semejante?
Por suerte, cuando ya desesperaba de encontrar en La Saga un relato robótico digno, don Pascual nos sorprendió con esta interesantísima novela, ambientada en la toma de contacto de los valeranos con el fabuloso circumplaneta y los misterios que oculta.
José Carlos Canalda escribió hace tiempo una magnífica reseña de EL ÁNGEL DE LA MUERTE, a la que remito a los lectores que todavía no conozcan el argumento de la novela. De lo que yo quiero hablar aquí es de la concepción enguidosiana, por así decirlo, del extraordinario ser mecánico descubierto por Eladio Ross en la ciudad sepultada de Cifra, construido por los batpures nada menos que veintidós mil años antes.
Nunca me cansaré de repetir que Pascual Enguídanos fue uno de los grandes de la ciencia-ficción mundial, pues el universo futurista surgido de su fecunda imaginación todavía no ha sido igualado, y, por tanto, tampoco superado, por ningún otro autor, incluidos los anglosajones, que se pavonean como si en nuestro género todo lo hubieran inventado ellos. Valera hace que La Estrella de la Muerte de STAR WARS parezca una broma de mal gusto. Las vistosas batallas espaciales de la saga cinematográfica de Lucas son estéticamente muy resultonas, pero empalidecen ante las narradas por Enguídanos, con millones de naves y centenares de millones de torpedos inteligentes en liza. Por no hablar del uso que le da a la Luz sólida, que en principio imaginó como arma, para luego conferirle diversas aplicaciones. Resulta asombrosa la inventiva de este autor, así como su capacidad para ir mucho más lejos de lo que se esperaba de un bolsilibro. ¿Cómo habría sido La Saga si, en vez de dos semanas, don Pascual hubiera podido dedicar tres meses a la redacción de cada novela de la misma?
Pero me estoy desviando del tema, lo cual es perfectamente disculpable porque, por mucho que se diga de Enguídanos y su magna obra, siempre habrá algo nuevo e interesante que decir. Un privilegio reservado sólo a los verdaderamente grandes.
En EL ÁNGEL DE LA MUERTE Enguídanos describe uno de los robots más asombrosos del género. Izrail es un auténtico androide, o robot humaniforme, que diría el Buen Doctor. Exteriormente tiene la apariencia de una mujer joven de gran belleza y proporciones físicas perfectas. Sus ojos tienen los iris rojos, y su cabello, que al tacto es indistinguible del pelo humano, posee una desconcertante apariencia cristalina. Estos detalles aparte, nada en ella parece sugerir que se trate en realidad de una máquina, porque incluso su piel es idéntica a la humana. De hecho, buena parte de la novela, a partir del momento en que la extrañísima chica resucita ante los estupefactos valeranos, se centra en las disquisiciones de los protagonistas sobre la naturaleza de esa mujer, que ha permanecido en un sótano durante veintidós mil años para volver inexplicablemente a la vida. A pesar de todo, al principio Eladio Ross y los demás creen encontrarse ante un ser humano más o menos normal, lo que lleva al joven científico a aventurar que, quizás, los antiguos habitantes del circumplaneta tuvieran una vida extraordinariamente longeva, que para los valeranos sería casi como la inmortalidad.
Una vez revelada la verdadera naturaleza de Izrail, a través de una serie de pequeños detalles sabiamente dosificados por el autor, uno se maravilla ante la habilidad de Enguídanos para sorprender a sus lectores. Porque Izrail es, como ya he dicho, uno de los robots más originales del género. Máquina de perfección asombrosa, sólo podría haber sido creada por una cultura tan avanzada como la batpur, capaz de reunir la materia dispersa por el universo y construir algo así como un inmenso mundo-anillo. Quizás lo más sorprendente, por lo revolucionario en la época de publicación de la novela, sea su fuente de energía. Hasta entonces todos los robots del cine, la televisión o la literatura, extraían la energía necesaria para su funcionamiento de un dispositivo interior, una micro pila nuclear o algo semejante. Izrail, en cambio, funciona gracias a la luz del sol, que recoge con su esplendorosa y única cabellera cristalina, cada uno de cuyos cabellos integra miles de cristales de selenio, de modo que su melena actúa como si de una sofisticadísima placa solar se tratara. Además, puede funcionar igualmente con iluminación artificial. Desde que leí esta novela por primera vez, allá por 1980, hasta la fecha, no he encontrado en cine, televisión o literatura un robot con tan original sistema de mantenimiento.
Izrail es, en su aspecto externo, una mujer perfecta, de ahí que Eladio Ross se enamore de ella, aunque Silvana Castillo, por la cuenta que le trae, enseguida se ocupa de desengañarle. Su apariencia humana está incluso más lograda que la del entrañable Data de Star Trek: La Nueva Generación, ya que este, por el color de su epidermis y por su modo de actuar, es identificado de inmediato por casi todo el mundo como un androide. No obstante, Data es muy superior en todo a Izrail. Mientras Enguídanos se preocupa de dejar bien claro que, a pesar de su perfección, Izrail no es más que una máquina muy sofisticada, Data es consciente de su propia existencia, por lo que, en esencia, está vivo. Data aprende, ese conocimiento le hace evolucionar y, en cierto sentido, altera su comportamiento, como nos ocurre a las personas. Izrail simplemente aprende; es decir, registra datos de información y nada más. De modo que, mientras que el androide de TNG va acercándose cada vez más al concepto de humanidad, aunque nunca llegue a alcanzarlo, Izrail vendría a ser como un ordenador muy avanzado, en una envoltura tremendamente sugestiva.
Dejando a un lado a Izrail, que por sí misma justificaría la continua relectura de esta obra, EL ÁNGEL DE LA MUERTE es una novela excepcional, en la que Enguídanos demuestra que no necesitaba recurrir a espectaculares batallas siderales, acción sin límites y otros aderezos literarios, tan frecuentes en la primera parte de La Saga, para pergeñar un relato absorbente, capaz de tener en vilo al lector hasta la última página. En este bolsilibro no hay ni un pasaje de acción, ni siquiera cuando Eladio y Silvana se tropiezan con unas mantis, a las que el muchacho pretende dar el pasaporte. Don Pascual escribió esta novela a mediados de los años 70, los tiempos habían cambiado y, consciente de ello, el novelista valenciano, que dos décadas atrás no había dudado en definir a los thorbod como bestias, cambia de tercio. A través del personaje de Silvana Castillo, que impide a Ross apiolar a los seres insectoides con su subfusil lumínico, expresa una nueva filosofía del contacto con otras especies, incluso con aquellas potencialmente peligrosas, muy en la línea de Star Trek.
A pesar de su aparente sencillez, EL ÁNGEL DE LA MUERTE es una obra fascinante, y, a mi juicio, la mejor novela de toda La Saga. De hecho, es la que más veces he releído, pasando de la veintena.
EL ÁNGEL DE LA MUERTE tuvo su continuación en LA REBELIÓN DE LOS ROBOTS, cuyo argumento también ha sido reseñado por José Carlos Canalda en el Sitio.