Aunque ustedes no lo crean, todas estas historias son verídicas, son parte inolvidable de mi infancia, donde tuve la inmensa fortuna de crecer sin televisión, ni computadoras ni playstation. Solo libros. Todo lo que hacíamos en nuestros ratos libres era leer y jugar. Tomábamos agua de la manguera de riego sin preocuparnos si estaba contaminada, nos revolcábamos en el barro, jugábamos al fútbol y, por supuesto, hacíamos cosas peligrosas que un chico de estos tiempos no llega siquiera a imaginar. Les regalo un poco de mis recuerdos. Espero que se diviertan.
Acto I – Nitroglicerina
A la tierna edad de doce o trece años me había conseguido un libro de química orgánica que databa del 1906, donde explicaba con lujos de detalles cómo, con métodos caseros, se podían producir una gran cantidad de compuestos orgánicos, entre ellos la nitroglicerina y la nitrocelulosa (ésta merece un capítulo aparte) Ahora bien... como en todo proceso químico combinatorio, donde de dos o más componentes se logra uno, se debe trabajar con sustancias de grados de pureza muy altos, ya que las impurezas contenidas generalmente arruinan el experimento. Yo estaba muy entusiasmado con hacer la nitroglicerina, sabia que era una cosa grossa, de machos, no como la pólvora que obtenía desarmando petardos, así que me hice de los tres componentes básicos: glicerina, ácido nítrico y ácido sulfúrico. La glicerina la había comprado en la farmacia en suficiente estado de pureza. Había comprado un kilo de esta sustancia. Con artimañas que ahora no me acuerdo, en Química Oeste, en Liniers, logre hacerme de otro tanto de ácido nítrico y ácido sulfúrico, estos últimos para uso industrial, así que su pureza era muy discutible, pero suficiente como para haberme salvado la vida.
Había leído que la reacción generaba bastante calor, así que me hice de unos cuantos kilos de cubitos de hielo y manos a la obra. Una tarde de sol, con un frasco grande de vidrio de unos dos litros bajo el brazo me dirigí al jardín del fondo de casa, campo de pruebas de muchos de mis experimentos, inclusive la primera —y hasta ahora la única— bomba de hidrógeno argentina (ver más adelante) Comencé a mezclar los componentes, rodeando el frasco con los cubitos dentro del tacho que mi madre usaba para lavar la ropa. Era verdad, el calor generado era bastante, y yo revolvía la mezcla con un palo, tratando de mantener la cara fuera de la boca del frasco, como si esto pudiese protegerme. Gracias al Cielo que algo no funcionó, tal vez la contaminación de las impurezas, tal vez el calor descompuso la mezcla, tal vez la combinación de los componentes no era en la medida justa, no se... siempre fui bastante empírico en mis experimentos. Si la cosa hubiese funcionado, habría pasado a la historia no solo por el hecho de haber volatilizado toda la manzana en donde vivía, sino también por el honor de haber sido el primer argentino en órbita.
Acto II – Nitrocelulosa
Luego del fallido experimento con la nitroglicerina, y como yo no tomaba nada como un fracaso, sino mas bien como que algo no debo haber hecho bien, me dirigí nuevamente a la farmacia del barrio para comprar dos enormes paquetes de algodón Estrella. Me acuerdo bien porque era invierno, y en casa nos calefaccionabamos con una estufa a kerosene, de esas a goteo. Mi madre estaba planchando a unos dos o tres metros de la estufa. Ella me tenia de ojo, porque aunque no entendía las cosas en las cuales yo andaba metido, con su instinto de mujer y madre intuía que yo andaba en algo raro. Pero... como me vio traficar con el algodón se quedo tranquila, total... ¿que se puede hacer de malo con el algodón...? Grave error, porque con lo que me había sobrado del ácido nítrico del fallido experimento de la nitroglicerina, comencé a nitrificar el algodón en la cocina-laboratorio de casa —demás está decir que ya no quedaban cacerolas sanas—.
Luego de eso, y siguiendo las instrucciones del libro, lavé bien el algodón (ya amarillento) con mucha agua. Como afuera llovía, lo puse sobre una lata a secar arriba de la estufa. Mi madre me observaba a mi y al algodón mientras seguía planchando. Grave error, Rubencito... el algodón comenzó a secarse, yo me distraje, y ocurrió lo que debía ocurrir. Sobrevino la deflagración espontánea que, como se trataba de nitrocelulosa bastante pura, no hizo humo y se volatilizo en un brevísimo instante, tirando al suelo la lata que lo sostenía y haciendo una linda llamarada, además de manchar el techo de amarillo.
Mi madre pego un salto y observando la estufa, con una expresión que aun recuerdo como si fuera ayer dijo:
—¡¡¡Qué malo viene el kerosene!!!
Acto III – La primera bomba de hidrogeno argentina
Sin amedrentarme por los sucesos anteriores, éxitos y fracasos, decidí experimentar con el hidrógeno, elemento fácil de producir con lo que había en la cocina y algunos otros componentes extra. Nuevamente me dirigí a Química Oeste, ya mas tranquilo porque lo que tenía que comprar era de venta libre: un kilo de zinc en polvo y unos dos litros de ácido clorhídrico (éste en la ferretería del barrio) Con los componentes básicos, un frasco de café Dolca vacío, de esos grandes, y con una bolsa de polietileno también grande para cubrir trajes (mi padre era sastre) me dirigí nuevamente al campo de experimentación y pruebas (ergo: el jardín del fondo de casa) Llené la mitad el frasco de Dolca con el zinc en polvo, la otra mitad con el ácido clorhídrico, y en la boca del frasco anudé la bolsa plástica sacándole previamente el aire. Esta comenzé a inflarse mientras mis ojos infantiles la miraban con adoración. Creo que Enrico Fermi y Robert Oppenheimer deben haber sentido la misma sensación cuando comenzó a funcionar el Proyecto Manhattan. Unas gotitas de agua comenzaban a condensarse en la superficie dentro de la bolsa, ya inflada casi a punto de reventar. La desaté del frasco de vidrio y la anudé. Le di un empujoncito hacia arriba para ver si subía, ya que como el hidrógeno es más liviano que el aire, ésta debería mantenerse flotando y hasta subir. Claro, después (ya curadas las quemaduras y analizando el porqué del fracaso) me di cuenta que el hidrógeno estaba demasiado húmedo, y el peso de esta humedad evitaba que fuera mas liviano que el aire. Continúo... como vi que no flotaba, la primera cosa que me vino en mente fue: ¿es realmente hidrógeno? Para comprobarlo, no se me ocurrió mejor cosa que hacer un pequeño agujerito en la bolsa utilizando un escarbadientes, y acercarme a olisquear el contenido. Aire no era, tenia un olor raro —yo nunca antes había olido el hidrogeno, así que no tenia experiencia—. La mejor forma de verificarlo era acercarle un fósforo para ver si se encendía.
Si, les garantizo que era hidrógeno de la mejor calidad... menos mal que lo hice apartando la cara y con el brazo que sostenía el fósforo bien extendido. Señores, les aconsejo que si desean un excelente y veloz método de depilación, pueden usar el mío sin pagar royalties. Del brazo derecho y parte de la cara, perfil también derecho, no me quedo un solo pelo. Por suerte la deflagración fue lo suficientemente veloz como para evitar quemaduras serias, solo me enrojeció la piel, además de depilarme totalmente.
Acto IV – Fulminato de plata
Ya un poco mas crecidito, digamos entre los 17 y 18 años, me había apenas peleado con una de mis primeras noviecitas, y días después, mirando mi mano observé que todavía tenia puesto el anillo de plata que nos habíamos comprado juntos. Una idea golpeó mi mente. ¡¡¡FULMINATO DE PLATA!!! Había leído que se usaba en los proyectiles (balas) y es activado por el percutor cuando golpea la parte trasera de la cápsula, pero que había que manipularlo con mucho cuidado porque era muy inestable, así como el fulminato de mercurio. Nuevamente con el viejo y querido ácido nítrico en mano, comencé el proceso de hacer el fulminato. Voy a evitar describir el proceso, no solo porque es aburrido, sino porque ya no me acuerdo bien. El resultado fueron unos cristales blancos que puse en un platito de café, de esos de porcelana. Mientras usaba una cucharita metálica —loco de mi— para trasvasarlo a otro contenedor sobrevino la explosión espontánea. El resultado fueron tres puntos de sutura en el dedo gordo de la mano derecha. Aun conservo la marca.
Acto V – Polvora negra
Ya casado, más o menos entre los 35 y 40 años, y no habiendo escarmentado con las experiencias juveniles, y con las fiestas de fin de año por delante, decidí fabricar mi propia pirotecnia —aún mis amigos se acuerdan—. Previamente me había comprado un viejo libro de pirotecnia casera, de una editorial española, edición que databa de la primera década del 1900. Señores... fue el mejor libro que jamás tuve en mi vida. Ahí estaba todo, desde las diversas maneras de preparar la pólvora negra, la pólvora gris (esa que deflagra instantáneamente) las diversas pólvoras para hacer cañitas silbadoras, las que deflagran con diversos colores, etc., etc. Una verdadera joya, creo que se lo dejé a mi amigo Miguel antes de venirme a Italia. Bueno, la idea era hacer cañitas voladoras, para las cuales es necesario la pólvora negra. Nuevamente en Quimica Oeste me hice de unos dos kilos de carbón activado en polvo, nitrato de potasio y azufre. El problema de mezclar estos componentes para lograr una buen producto, es que es necesario pasarlo por el mortero para amalgamar bien los componentes. Esto llevaba muchas horas de trabajo, así que comencé a experimentar otros métodos alternativos. Luego de varios fracasos, descubrí que agregando un poco de harina común, mezclando todo con agua y cocinando esta mezcla por unos minutos, cuando se secaba quedaba una piedra negra y dura, pero con los componentes bien amalgamados. Con solo molerla una sola vez se lograba una pólvora negra que deflagraba casi sin dejar residuos. Como es un proceso bastante sucio —el carbón activado es un polvo finísimo que se mete por todos lados— la idea era hacer una buena cantidad de una sola vez para ensuciar lo menos posible.
Ahora bien, en la cocina de casa con la cacerola de hacer el puchero (de esas de diez o más litros) mis dos kilos de carbón, el nitrato y el azufre puse manos a la obra. Susana, mi mujer, que estaba afuera trajinando con el lavarropas, se asomó a la cocina, me miro torcido y me dijo:
—Ojo que recién acabo de limpiar todo.
—No te preocupes —dije yo— trataré de ensuciar lo menos posible, después yo limpio lo que ensucio.
Metí los componentes en las proporciones adecuadas en la cacerola, agregué la harina, el agua y lo puse a cocinar a fuego lento. La cantidad era exorbitante, mas de seis kilos de una pasta negra y densa. Nuevamente me distraje y el resultado fue fatal: en la cacerola la mezcla que estaba en contacto directo con el metal del fondo comenzó a secarse y sobrecalentarse. El resultado ya lo imaginarán: la deflagración partió desde el fondo de la cacerola empujando el resto del contenido hacia arriba en forma muy violenta, casi como un cañón. Toda la cocina, los muebles, el televisor, los electrodomésticos, y el techo quedaron embebidos de una sutil capa de pólvora negra mojada. No quedaba nada de otro color que no fuera negro. Hasta yo mismo estaba cubierto de pólvora mojada. El humo inundaba la cocina. Me acuerdo muy bien, Susana sintió el ruido y se asomó a la cocina. Se quedo por unos minutos observando todo y sin decir palabra, retornó a trajinar con el lavarropas. Demás esta decir que me pasé hasta las cuatro de la mañana manguereando todo.
Acto VI – Primer (y único) intento de viaje espacial
Corría el año 1959, contando yo con ocho años y en compañía de un entrañable amigo de esa época, un año menor que yo, y que me secundaba (y hasta animaba) en todas mis experiencias cientifistas, sus padres nos llevaron al cine donde dieron una película de ciencia-ficción. Era la primera vez que nos topábamos con ese género de películas. El impacto en ambos fue terrible. Si recuerdan los films de esa época en cuanto a efectos especiales dejaban mucho que desear. Las naves espaciales eran cilindros mas o menos ahusados que despedían una gran cantidad de fuego por las toberas.
Cuando volvimos a casa la idea ya se nos había clavado en la mente. ¿Por qué no intentarlo nosotros? ¿Qué podían hacer ellos que nosotros no? Estábamos absolutamente convencidos que el asunto era meter una buena cantidad de fuego detrás del cohete y éste automáticamente nos llevaría a las estrellas.
¿El cohete...? Nada mejor que un barril metálico de aceite de 200 litros que tenia mi padre entre un montón de porquerías en el fondo de mi casa. ¿La base de lanzamiento...? Obvio, nada mejor que emplazarla en el gallinero de mi casa, hecho de palos, alambres y maderas de diversa índole, pero también fuente de proteínas cuando llegaban los tiempos difíciles, habitado por pollos, patos, gallinas, conejos y otras bichos de dudosa estirpe.
Nuestras experiencias con el kerosene (fácil de conseguir en el mercado negro) eran suficientemente amplias como para saber que no nos iba a servir. Se necesitaba algo mas fuerte, mas polenta, algo que diera empuje a nuestra improvisada nave.
La primera cosa que hicimos fue emplazar el cohete (léase tacho) en un angulo de 45 grados boca hacia arriba usando un caballete petiso y algunos palos. Pero.. faltaba el elemento principal, el carburante. Creo que la idea se nos cruzó por la cabeza a los dos al mismo tiempo... ¡¡¡El auto de su padre!!! Con un balde y un pedazo de manguera en mano esperamos pacientemente el regreso de su padre del trabajo. Cuando el desprevenido señor estacionó el auto en el garaje y se fue a tomar unos merecidos mates, nosotros nos hicimos con unos diez litros de nafta.
Listo, las estrellas ya eran nuestras, nada podía detenernos.
Armados del carburante y usando un balde de albañil olvidado en casa por mi abuelo, lo pusimos detrás del cohete, lo llenamos con la nafta y, usando pedazos de tela del taller de mi padre (recuerden que era sastre) hicimos una mecha larga que partía del balde y llegaba hasta la boca de la nave, por supuesto también embebida con el carburante.
Todo estaba listo. Nos metimos dentro de la nave e iniciamos la cuenta regresiva... 5, 4, 3, 2, 1 y... ¡¡¡Fuego a la mecha!!!
Resumen del desastre:
1) Más de la mitad de los habitantes del gallinero pereció calcinado. Culpa de ellos si que querían observar el lanzamiento sin tomar las necesarias medidas de precaución.
2) Destrucción total del lugar del hecho. Aun después de la reconstrucción el gallinero nunca volvió a ser el mismo.
3) Milagrosamente los dos tripulantes salieron ilesos, ya que sus movimientos dentro del cohete hicieron que la nave se saliera de su soporte, rodando y alejándose del lugar del incidente.
4) Al relator y protagonista todavía le duele el c... por la paliza que le dio su padre.
5) No hubo otros intento de lanzamiento. El proyecto estelar quedó suspendido a la espera de nuevas y más seguras tecnologias alternativas.
Acto VII – Cómo casi me convierto en un cantante lírico
Para la misma época del intento de viaje espacial, mis investigaciones científicas estaban orientadas a la construcción y testeo de cañones caseros, hechos con tubos de la luz martillados en una de las puntas, y con un pequeño agujero para meter la mecha. Construí muchos prototipos de esta naturaleza. Cargados con pólvora negra conseguida mediante la tediosa tarea de desarmar cañitas voladoras, funcionaban excelentemente cuando se usaba como proyectil bolitas de barro, que deliciosamente iban a decorar la pared blanca de la casa de dos plantas de un vecino, a unos 50 metros de casa. Como yo nunca estaba conforme con el resultado obtenido, quería experimentar con diferentes cantidades de propelente para optimizar la distancia de tiro, y es obvio que cuando se trata de cantidades a veces nos quedamos cortos, pero otras veces se nos va la mano. Normalmente la estructura del tubo soportaba bastante presión, y más si hablamos de los caños de la luz de esa época, construidos a la antigua, muy resistentes, pero no tanto como para soportar la enorme cantidad de pólvora negra que el relator le metió para someter el objeto a un test de estres. Como yo no era nada estúpido, la mecha que usaba era lo suficientemente larga para darme tiempo a correr y alejarme del posible peligro. Pero esta vez fue demasiado. El cañón estalló y una de sus esquirlas me pasó entre las piernas, a dos o tres milímetros del escroto y rompiendo limpiamente el pantalón de adelante hacia atrás.. Un centímetro mas arriba y me dejaba mezzo soprano.
Acto VIII – Misiles tierra-tierra de corto alcance (muy corto)
Una de las cosas más apasionantes para un chico de esa edad son las cañitas voladoras, ya que es lo más próximo que podemos estar de un misil. Obviamente encender una cañita voladora no tiene nada de emocionante, todos nosotros lo hicimos muchas veces, y creo que analizando la situación, lo que no termina de convencernos es la forma del objeto. Si fuese ahusado, con aletas traseras y soportado en una base más o menos de aspecto pasable (la botella de sidra no es obviamente el objeto ideal) la cosa sería totalmente diferente.
En esa época mis estudios en la materia no eran todavía lo suficientemente profundos como para descubrir la importancia de ese agujero cónico que tienen las cañitas voladoras, que hace que la superficie de combustión sea grande y así provocar más emisión de gases, por lo tanto todos mis experimentos ignoraban ese importante aspecto. Seguramente por esto mis misiles carecían del impulso inicial necesario para burlar la gravedad terrestre. Los fracasos nunca me provocaron pesadumbres ni me hicieron abandonar los experimentos... ¿o acaso a Wernher Von Braun no se le cayeron un montón de cohetes antes de que su primer Saturno V pudiera despegar con éxito? y ni hablar que contaba con recursos financieros infinitamente más sustanciosos que los míos, que eran producto del olvido de retornar algunos vueltos cuando dejaba el laboratorio para hacer los mandados, que obviamente no era tenido como una tarea digna de un científico, pero era la única fuente de financiamiento. Aun recuerdo las sonrisas de los vendedores de los negocios cuando les compraba 900 gramos de pan o 900 gramos de azúcar suelta, o 9, 5 kilos de alimento para las gallinas (la sobrevivientes, por supuesto)
Bien, retornando a los misiles, al fin logre que uno dejara la madre Tierra y se elevara unos metros, con tan mala suerte que paso a pocos centímetros de la medianera y se dirigió directamente hacia la ropa tendida de la vecina. Aun recuerdo (y me veo a mi mismo) asomado a la medianera, mirando desesperado cómo mi misil se había enredado en una hermosa cortina tejida a mano que se secaba —ahora se quemaba— heredada de su querida abuela, que la había traído de no me acuerdo donde. La ciencia a veces tiene un sabor amargo, especialmente cuando mi vecina vino a casa a lamentar el hecho ante mis padres.