La existencia de seres humanos inmunes al envejecimiento, invulnerables a las enfermedades, con un metabolismo tal que las heridas curan con una rapidez fuera de lo común y, como consecuencia de todo ello, extraordinariamente longevos, pero a la vez tan mediocres o brillantes como es posible ser, tan generosos o mezquinos y tan indefensos ante las agresiones como cualquiera de sus vecinos y, por lo tanto perfectamente mortales, es la interesante idea central de esta novela que, por contra, ni de lejos alcanza la perfección y, llegado cierto momento, sufre crudamente el mal de altura, o mejor dicho, que de puro larga se hace pesada.
Son más de setecientas páginas (una animalada) en esta edición de Ediciones B. Setecientas páginas de las que sólo se sostienen con un mínimo de dignidad poco más de la mitad, el resto no deja de ser una secuencia de pegotes y rellenos a cual más aburrido y prescindible.
Lo lastimoso de este tipo de novelas es que parece como si el autor hubiera concluido su obra con una extensión determinada y, vaya a usté a saber por que extraños motivos, se meten parrafitos y paginitas aquí y allá, con el ánimo de engordar a la criatura, pero que al cabo no hacen más que molestar y entorpecer la lectura.
Pongo el ejemplo que más me llamó la atención. Sorprendentemente el paso de los protagonistas por la segunda mitad del siglo XX (¡qué casualidad!) ocupa algo más de cien páginas, aún dentro de la exorbitada extensión del libro eso supone más de 10% del total. ¿Y para qué? Para nada. No se cuenta nada importante, no se decide nada interesante, aparte de uno de los muchos encuentros que jalonan el libro, es, en definitiva, relleno hueco que se podría haber resumido en menos décima parte de su extensión. Sin embargo, acontecimientos de gran enjundia, como dar al conocimiento público la existencia de estos seres humanos tan prodigiosos, se resuelve con una elegante elipsis y unas cuantas frases aclaratorias.
En fin, que una novela que en principio promete se convierte en una lectura irregular, llena de altibajos llegando a sumergirse en el aburrimiento en algún que otro fragmento. Desde luego sería injusto que lo dejara todo así, de modo que prescindamos de esas trescientas páginas de farfolla y centrémonos en esas otras cuatrocientas páginas de las que se puede sacar algún jugo y disfrutemos con ellas. Ya he dicho que la idea central de que los inmortales sean personas normales y, en algún caso, no especialmente brillantes, da a los personajes una profundidad humana que un tratamiento más espectacular no les hubiera proporcionado.
No son capaces de amasar grandes fortunas, durante las Épocas Oscuras son perseguidos por sus vecinos una vez que no pueden ocultar su eterna juventud, el vagar de un sitio a otro los convierte en unos parias sociales y su desarraigo los hace entrañablemente vulnerables. La única esperanza es la de encontrar a alguien similar a ellos, y algún personaje hace de ello el objetivo de su inacabable vida.
La inmortalidad también tiene sus ventajas, y una vez que la humanidad está lo bastante madura para admitir su existencia sin achacarlo a la brujería, encuentran que ni siquiera su vasta experiencia les capacita para adaptarse a los cambios de una sociedad cada vez más decadente, y se valen de su inmortalidad para conseguir embarcarse en un viaje de exploración cósmica que durante cientos, miles de años, les llevará a conocer sorprendentes razas y mundos.
Lo dicho, de todo un poco, apasionante a veces (el recorrido de los inmortales por la historia aporta algunos datos curiosos) farragosa y aburrida en otras ocasiones, LA NAVE DE UN MILLÓN DE AÑOS es un libro que hay que leer armado de la suficiente presencia de ánimo y que pese a lo bueno que tiene, sufre de un grave problema de obesidad.