Para Montse.
Hace muchos años que el firmante de este artículo no ejerce su derecho al voto. Por propia experiencia sé que, cuando alguien decide no votar, y, por las razones que sean, da a conocer su decisión a familiares o amigos, se convierte en blanco propiciatorio de las críticas e incluso de las invectivas de algunas personas de mentalidad políticamente correcta. El mantra de la supuesta democracia ha calado tan hondo en la sociedad, que cuando uno admite no prestar ninguna atención a las sacrosantas citas electorales, que últimamente se prodigan como las setas después de un chaparrón, se convierte de inmediato en algo así como un bicho raro, alguien que se sitúa voluntariamente al margen de la sociedad, y al que se intenta hacer cambiar de actitud por todos los medios. La crítica más habitual contra quien no quiere tomar parte en ese paripé que son las votaciones, es asegurarle que quien no vota no puede quejarse de nada
. El resto de los argumentos que se esgrimen para defender tal postura son igual de profundos y meditados, lo que revela el grado de conformismo e incluso mansedumbre política alcanzado por la inmensa mayoría de eso que los políticos llaman la ciudadanía, para no emplear el muchísimo más correcto término pueblo soberano.
Y esto último por una razón muy simple: porque hace ya décadas que nuestro país carece de cualquier atisbo de soberanía. En una verdadera nación democrática, como antaño fue la nuestra, la soberanía nacional, que según la Constitución reside en el pueblo español, se delega temporalmente en determinada formación política mediante sufragio universal. Pero desde nuestro ingreso en eso que se empeñan en llamar Europa, y que nada en absoluto tiene que ver con la Europa real e histórica, realizado por la puerta de atrás, deprisa y corriendo y en unas condiciones de sumisión casi absoluta, la degradación de la soberanía nacional ha sido constante e imparable, hasta llegar al momento actual, en que ésta, a efectos prácticos, ya no existe.
En una entrega anterior, titulada La oligarquía europea, dije que la española no podía ser una verdadera democracia, porque todas las decisiones importantes que afectan a nuestro país se toman en Bruselas, por la opaca burocracia de la UE, y no en Madrid, por nuestros supuestos representantes elegidos democráticamente. Recientemente ha sido reelegida, como presidente de la Comisión Europea, órgano de gobierno de la UE, Úrsula von der Leyen, que ha abogado por una más amplia cesión de las soberanías nacionales a Europa.
Blanco y en botella.
El grueso de la población española cree que vive en una democracia consolidada, porque cada cierto tiempo se cambia el signo político del gobierno, comicios mediante. En realidad, esto no es más que un espejismo. En una democracia auténtica, el cambio de gobierno significaría, también, un cambio sustancial en diversas áreas políticas, pero no ocurre así. Las políticas primordiales se mantienen contra viento y marea, independientemente del supuesto signo ideológico del gobernante de turno. Como mucho, se alteran algunos detalles insignificantes, o se cambian varios nombres concretos por vagos sinónimos, para hacer pasar por otra una cosa que, esencialmente, sigue siendo la misma. Esto empezó a quedar de manifiesto durante la etapa de gobierno de Mariano Rajoy (2011-2018), del PP, que no derogó ninguna de las leyes promulgadas por su predecesor, José Luís Rodríguez Zapatero, del PSOE, e incluso las amplió. De hecho, en los últimos años ha quedado de manifiesto que, a pesar del continuo enfrentamiento que ambas formaciones políticas escenifican de cara a la galería, en realidad comparten posturas en nueve de cada diez asuntos capitales que afectan a España y los españoles. En la práctica, estos dos grupos se asemejan, cada vez más, a los liberales y conservadores de la época de la Restauración, pues las diferencias entre ellos son mínimas. Según recientes declaraciones públicas de cierto eurodiputado del PP, su formación vota en la Eurocámara lo mismo que socialistas y verdes, lo que sólo puede dejar perplejo a quien posea un mínimo de criterio propio, así como unas ideas políticas firmes y bien estructuradas.
De todo esto, y de muchísimo más que me dejo en el tintero, para no resultar cansino, se deduce que lo único que se dirime en las elecciones es quiénes van a ocupar los cargos principales durante cuatro años, pero no la orientación de la política española durante ese periodo. De modo que esas elecciones no tienen un efecto real sobre la política general de nuestro país, porque esta se determina en Bruselas, y lo único que hacen los políticos patrios, de uno u otro signo, es acatarla. ¿Qué sentido tiene, pues, participar en las elecciones europeas, pongo por caso, si los europarlamentarios del PP van a votar en la Eurocámara lo mismo que los del PSOE, y a la inversa?que levante la mano a quien esto se le antoje una auténtica tomadura de pelo.
Por lo anteriormente expuesto, y por muchas otras razones que omito para no alargar excesivamente esta entrega, me declaro algo así como insumiso electoral. No volveré a ejercer mi derecho de sufragio hasta que se den estas dos condiciones, que considero básicas para recuperar la verdadera democracia en España: recuperación de la soberanía nacional, que debe primar sobre las directrices que emanen de la UE, y reivindicación de las ideas y principios ideológicos históricos de cada formación política.
Nombre dado a la etapa política de nuestra historia que abarca desde 1874, con el pronunciamiento del general Martínez Campos, que puso fin a la caótica I República española, y 1931, cuando se proclamó la II República tras el derrumbe de la Monarquía. Sistema político inspirado por Antonio Cánovas del Castillo, basado en el existente en Gran Bretaña, en el que se alternaban en el poder dos partidos, el Conservador y el Liberal. Se conoce a este periodo como Restauración borbónica porque significó el regreso a España de la monarquía, en la figura de Alfonso XII, miembro de la casa de Borbón, que había reinado en nuestro país desde el año 1700 con Felipe V.
El sistema de la Restauración proporcionó a España, al menos durante algún tiempo, estabilidad política y una relativa paz social, tras décadas de guerras civiles, pronunciamientos militares y convulsiones políticas varias. Pero fue degenerando hasta convertirse en una especie de dictadura caciquil, en la que liberales y conservadores sólo se preocupaban por ver quiénes se hacían con más cargos públicos. Aunque oficialmente tenían ideologías opuestas, en realidad eran complementarias y entre ellos había más similitudes que diferencias. (N del A).