
Los estrategas militares nipones consideraban, con bastante acierto, que la guerra en Europa, iniciada el 1 de septiembre de 1939, beneficiaría su expansión por Asia y el Pacífico. En 1940 cayeron bajo la bota nazi un puñado de naciones europeas, incluyendo Francia y los Países Bajos, que poseían extensos y ricos territorios en aquella parte del mundo. Gran Bretaña, si bien seguía resistiendo el embate germano, estaba considerablemente debilitada, pues su prioridad era la defensa de su metrópoli. En consecuencia, los japoneses contemplaron la posibilidad de emprender una guerra abierta contra las colonias europeas. Hiro-Hito compartía el optimismo de sus generales, a los que apoyó sin reservas, aunque es cierto que mantuvo el contacto con aquellos miembros del gobierno que confiaban en alcanzar los objetivos de Japón a través de maniobras diplomáticas o, en su defecto, por el simple chantaje militar, sin tener que recurrir a la guerra total.
Pero los Estados Unidos eran otra cosa. Desde que Japón inició su expansión imperialista en 1931, el gobierno estadounidense no había dejado de presionarle para que abandonara su actitud agresiva. A partir de 1933, con Franklin D. Roosevelt en la Casa Blanca, USA redobló sus esfuerzos diplomáticos en ese sentido. La administración norteamericana fue endureciendo su postura paulatinamente, a medida que Japón se iba envalentonando. La cuestión china preocupaba mucho en los Estados Unidos, y cuando Tokio se negó a la pretensión estadounidense de que retirara sus tropas del gigante asiático, una ola de indignación barrió el país. Los japoneses no gozaban de ninguna simpatía en USA, tanto por su política expansionista, como por sus acuerdos con la Alemania nazi. En consecuencia, Roosevelt suspendió los envíos de chatarra a Japón, y más adelante los de petróleo. El país era muy deficitario en metales, y, además, el ochenta por ciento de su combustible procedía de las exportaciones norteamericanas, así que tales medidas le ponían en una situación muy difícil. En uno de sus informes al Emperador, la Armada Imperial afirmaba disponer de combustible para sus buques sólo para unos seis meses, diez racionándolo al máximo.
Aunque se libraban grandes disputas entre el Ejército y la Armada por el control de las operaciones futuras, los mandos de ambos cuerpos creían firmemente que, cuando Japón se lanzara a la guerra, le resultaría relativamente fácil vencer a los europeos, muy debilitados por la guerra en Europa. Sin embargo, y pese a la jactancia triunfalista de muchos de ellos, Estados Unidos representaba un serio problema. Vencerle en una prolongada guerra de desgaste era imposible, así que Hiro-Hito y su fiel Tojo pusieron en marcha el denominado Plan Zeta, como ya expliqué en una entrega anterior. El objetivo era asestar a los norteamericanos un golpe tan devastador, que se vieran forzados a llegar a alguna clase de acuerdo con Japón.
El ataque, llevado a cabo en dos fases por unos 350 aparatos, basados en seis portaaviones, fue percibido por los nipones como una aplastante victoria y por los estadounidenses como una vergonzosa y traicionera derrota. Pero, aunque en casa se festejaría el evento como una gloriosa hazaña militar, Yamamoto sabía que el éxito había sido muy relativo. Los americanos habían perdido ocho acorazados, cuatro de ellos hundidos, y varios buques menores. Además, 188 aviones resultaron destruidos y 159 más seriamente dañados. Hubo 2402 muertos, más de 1.200 heridos y 22 desaparecidos. Pero el objetivo prioritario de Isoroku, los portaaviones Lexington, Enterprise y Saratoga, no se encontraban en la base en el momento del ataque, pues se habían hecho a la mar para unas maniobras. Aquellos tres imponentes buques, como temía Yamamoto con razón, habrían de ser decisivos en la posterior lucha por el control del Pacífico.
Estaba prevista una tercera oleada de bombardeo, pero, considerando que habían perdido el factor sorpresa, y temiendo que los portaaviones americanos les localizaran y atacaran, el almirante Nagumo decidió cancelarla, aunque sus oficiales no estaban de acuerdo con su parecer. Su decisión evitó que los nipones pudieran destruir los depósitos de combustible y las instalaciones habilitadas para el mantenimiento y la reparación de los grandes buques, que sin duda habrían sido los objetivos principales de ese tercer raid.
El ataque sorpresa a Pearl Harbor proporcionó a los nipones una ventaja inicial sobre los Estados Unidos, pero fue, en definitiva, un fracaso absoluto, pues su objetivo primordial, amedrentar a USA para obligarla a sentarse en la mesa de negociaciones, no se alcanzó. La sociedad estadounidense en su conjunto se mostró indignada, las diferencias políticas entre demócratas y republicanos se hicieron a un lado por el momento, el tradicional aislacionismo yanqui se disolvió más rápido que un azucarillo en el agua, y una ola de fervor patriótico se extendió por todo el país. Cuando el presidente Roosevelt pidió al Congreso, el 8 de diciembre de 1941, que declarase la guerra a Japón, la moción se aprobó con sólo un voto en contra y ninguna abstención. Estados Unidos entraba en la II Guerra Mundial. Los norteamericanos estaban desolados, porque sabían que aquella sería una guerra larga y sangrienta, pero estaban dispuestos a cualquier sacrificio para alcanzar la victoria y vengar Pearl Harbor.
Sólo un hombre fue feliz al saber lo del ataque japonés a Pearl Harbor: Winston Churchill. El primer ministro británico había estado maniobrando para implicar a USA en la contienda desde que accedió al cargo, en 1940, y por fin tenía lo que había ansiado durante tanto tiempo. De todas formas, puede afirmarse que Adolf Hitler le facilitó las cosas, al precipitarse a declarar la guerra a los Estados Unidos el 11 de diciembre, siendo imitado por Mussolini. El Führer pensaba que, si se solidarizaba con Japón declarando la guerra al coloso yanqui, los nipones, en justa reciprocidad, abrirían hostilidades contra la URSS, aliviando así la presión de las fuerzas rusas sobre la Wehrmacht y facilitando su avance por las estepas del Este. Era un razonamiento lógico, pero los japoneses, que habían sido vapuleados muy poco antes por los soviéticos, optaron por mantener la paz con Stalin y concentrarse en Asia y el Pacífico. Churchill se apresuró a viajar a USA, para asegurarse de que los americanos comprendían que Alemania era el enemigo más peligroso. Roosevelt así lo entendió, de modo que, hasta finales de 1944, el ochenta por ciento de las tropas de Estados Unidos, y del material bélico producido por su industria, fue destinado a Europa.
Pearl Harbor fue un desastre, pero lo cierto es que varios de los acorazados destruidos eran unidades anticuadas y lentas, muy inferiores a sus equivalentes japoneses. La pérdida de esos buques fue bien aprovechada por la US Navy, que, a partir de entonces, rediseñó su estrategia naval en favor de las denominadas Task Forces (Fuerzas Operativas), cuyo elemento principal serían los portaaviones.
El 7 de diciembre, mientras Pearl Harbor era devastado, la segunda flota japonesa, comandada por el vicealmirante Kondo, escoltaba un convoy de transportes repletos de tropas del XXV ejército hasta las costas de Tailandia y Malasia. Su objetivo principal era ocupar la península malaya y capturar Singapur. Ese mismo día también fueron bombardeadas las islas de Guam y Wake, y Midway fue machacada por fuego de artillería naval nipona.
Al día siguiente, 8 de diciembre, la aviación japonesa atacó Singapur. En el puerto de esta ciudad se encontraban el acorazado Prince of Gales, el crucero pesado Repulse y varios destructores. Todas estas unidades se hicieron a la mar, para interceptar a las fuerzas niponas. Al mismo tiempo, en Filipinas, Luzón sufrió un devastador ataque aéreo, que cogió desprevenida a la guarnición estadounidense. Los americanos perdieron ochenta y seis aviones, muchos de ellos destruidos en tierra, frente a sólo siete Zeros de los atacantes. En relativamente poco tiempo, Japón ocupó gran parte de la isla de Bataan.
El rodillo japonés parecía imparable. El 9 cayó Tailandia, fue ocupada Bangkok y fuerzas del Imperio del Sol Naciente desembarcaron en Tarawa y Makin, islas del archipiélago de las Gilbert. El 10, Guam fue tomada en apenas unas horas, mientras los nipones desembarcaban en Luzón. En Cavite, donde en 1898 se enfrentaron las armadas norteamericana y española, esta última bajo el mando del almirante Montojo, los aviones japoneses destruyeron un destructor, dos submarinos y un dragaminas estadounidenses. Esa misma jornada, en Malasia, frente a Kuantan, una combinación de aviones torpederos y submarinos japoneses consiguió hundir el Prince of Gales y el Repulse, en lo que fue definido en Gran Bretaña como la mayor tragedia de la Royal Navy en mucho tiempo.
El 11 dio comienzo la ofensiva sobre Hong-Kong. Los nipones también intentaron desembarcar en Wake, siendo rechazados por la guarnición americana, que derrochó arrojo y determinación frente a un enemigo abrumadoramente superior. Mientras tanto, proseguía el asedio nipón a Malasia, con más de 120 misiones de bombardeo sobre el territorio tan sólo el 12 de diciembre.
Los japoneses pusieron en práctica en Asía y el Pacífico su propia versión de la Briltzkrieg, la Guerra Relámpago que tan buenos resultados había dado a los germanos en Europa. La ofensiva principal fue llevada a cabo por once divisiones, mientras otras treinta y tres permanecían en reserva, trece en Manchuria y veintidós en China. Las distintas fases de la ofensiva fueron muy bien calculadas por el Estado Mayor nipón, que perseguía alcanzar la supremacía absoluta en el aire y en el mar. Los soldados japoneses, muchos de ellos veteranos con una década de servicio a sus espaldas, estaban magníficamente entrenados en operaciones anfibias, guerra en la selva e incursiones nocturnas. Aunque algunas unidades de élite estaban integradas exclusivamente por veteranos, la mayoría de ellas estaban formadas por el mismo número de soldados curtidos y reclutas bisoños, pues se esperaba que los primeros pudieran proporcionar a los segundos la instrucción complementaria que sólo la experiencia real en combate puede proporcionar. Y lo cierto es que este sistema funcionó bastante bien.
La primera presa de importancia en caer bajo la bota nipona fue Hong-Kong, que se había convertido en colonia británica en 1841, al finalizar las llamada Guerras del Opio. Se trataba de una pequeña isla rocosa, próxima a la costa china, de menos de dieciocho kilómetros de longitud y apenas cincuenta y tres kilómetros cuadrados de superficie. Un territorio en principio poco prometedor, que, con el tiempo, sería una de las posesiones más valiosas de los ingleses. Algo más de un siglo después, las tropas británicas de Hong-Kong se rendían a los japoneses el 25 de diciembre de 1941, tras diecisiete días de resistencia desesperada. La rendición se formalizó oficialmente el 1 de enero de 1942, cuando el comandante del ejército japonés del sur de China, teniente general Takaishi Sakai, recibía la capitulación incondicional de la colonia de manos del gobernador británico, Mark Young.
Si bien la noticia del hundimiento del Prince of Gales y el Repulse fue acogida por los británicos como una auténtica desgracia nacional, nada puede igualarse a lo que significó para ellos la caída de Singapur, su principal plaza en Asia. En 1921 los ingleses habían decidido establecer una base naval en la isla, situada frente al estrecho de Johore. Invirtieron una fortuna y más de veinte años en convertir Singapur en un baluarte considerado inexpugnable. Sus impresionantes baterías de costa, los cañones más grandes de toda Asia, enfilaban hacia mar abierto, pues se consideraba que las selvas de Malasia eran impenetrables, y que, además, las tropas coloniales británicas allí acuarteladas podrían detener con facilidad cualquier invasión. Todo intento de conquistar Singapur, pensaban los mandos británicos, tendría que proceder del mar. También se consideraba que el estrecho de Johore sería fácilmente defendible. El error británico fue colosal. Los japoneses desembarcaron en Malasia, avanzaron sin grandes problemas por la supuestamente infranqueable jungla, aplastaron toda resistencia que encontraron en su camino y empujaron a las tropas inglesas, australianas e indias hacia el sur de la península y el estrecho de Johore. La península de Malasia y Singapur estaban unidas por un paso especial, una especie de puente que permitía el tránsito de vehículos. Los británicos lo volaron, esperando retener así a los nipones. Pero estos, empleando lanchas de asalto, comenzaron a cruzar el estrecho el 8 de febrero de 1942, tras rechazar el contraataque inglés. Los ingenieros militares nipones repararon el paso el día 10, lo que permitió al grueso de sus fuerzas cruzar rápidamente a Singapur. No obstante, en sus primeras oleadas ya habían desembarcado algunos carros de combate. Los ingleses no tenían ni uno sólo en toda Malasia, pues creían que los tanques eran inútiles en terreno selvático. El robusto, pequeño y fiable carro blindado japones Tipo 97 demostraría lo equivocados que estaban. La mayoría de los soldados indígenas encuadrados en el ejército británico nunca habían visto un tanque.
El punto de inflexión de la batalla por Singapur lo marcó la conquista, por parte de los atacantes, de las tierras altas de Bukin Timah, que dominan la ciudad y en las que había importantes depósitos de municiones y agua potable. La situación se hizo desesperada, por lo que el Estado Mayor británico ordenó al comandante de la plaza, general Percival, llevar a cabo la táctica de tierra quemada. Es decir, que procediera a destruir todo aquello que pudiese resultar de utilidad al enemigo. Tal orden llevaba implícito el reconocimiento oficioso de que la batalla estaba perdida. Percival se apresuró a cumplir la orden, iniciando las demoliciones. Pero, para el 14 de febrero de 1942, la situación de las tropas y de la población civil era tan angustiosa, que a Percival no le quedó más remedio que aceptar la derrota.
Al día siguiente, a eso de las cuatro y media de la tarde, Percival y dos oficiales más se acercaron a las líneas japonesas enarbolando bandera de parlamento. Fueron recibidos por el general Yamashita, que exigió la rendición incondicional. En vano intentó Percival solicitar que sus hombres y los civiles de Singapur recibieran un trato considerado. Yamashita, desdeñoso y arrogante, como todos los generales nipones, le espetó que no estaba en posición de pedir nada, y que, si no aceptaba una rendición sin condiciones, todos los ocupantes de Singapur, civiles y militares, serían pasados por las armas. Como es obvio, Percival tuvo que ceder.
La caída de Singapur fue el mayor desastre de la historia militar de Gran Bretaña, representando una enorme humillación para el pueblo británico. Los japoneses se hicieron con un botín impresionante. El 23 de marzo llegó de Tokio una unidad de inteligencia militar, con la misión de evaluar lo capturado. Lo más valioso eran las 52 piezas de artillería de costa de gran calibre que los ingleses habían instalado en el sur de la isla. También cayeron en su poder equipos de guerra de todo tipo, miles de armas ligeras, cañones de acompañamiento (artillería ligera empleada por la infantería) y municiones de todas clases.
El coste humano para los vencidos fue espantoso. Hubo más de 100.000 muertos, entre británicos, hindúes y australianos. Los nipones sólo tuvieron un total de 9.000 bajas, entre muertos y heridos. Fueron capturados más de 17.000 hombres, que conocerían de primera mano la brutalidad japonesa, que nada tenía que envidiar a la de los nazis.
Entre diciembre de 1941, y los primeros meses de 1942, Japón fue imponiéndose en el teatro de operaciones del Pacífico. El 17 de marzo, el presidente Roosevelt ordenó al general Douglas MacArthur que abandonara Filipinas y se dirigiese a Australia, para tomar el mando supremo aliado en el suroeste del océano Pacífico, puesto que los Estados Unidos habían asumido la defensa estratégica de toda la zona. MacArthur no quería abandonar las islas ni a sus hombres, pero no le quedó otra que obedecer. En contra de sus deseos, se trasladó a Australia, no sin antes reorganizar, en la medida de lo posible dada la carencia de casi todo, la defensa del escaso territorio filipino todavía en poder de los estadounidenses. El 3 de abril, los japoneses lanzaron una ofensiva en Bataan, forzando la retirada de norteamericanos y filipinos en varios sectores. El 9 de ese mes, los mandos estadounidenses, ante la carencia de municiones, alimentos y medicinas, optaron por rendirse. Los nipones capturaron más de 76.000 prisioneros, 12.000 de ellos americanos. El mando nipón ordenó el traslado de los cautivos hacia San Fernando, a algo más de cien kilómetros de distancia, donde iban a habilitarse varios campos de internamiento. Los prisioneros, muchos de ellos debilitados por el hambre, la falta de sueño y las heridas, fueron obligados a recorrer esa distancia a pie, sin recibir agua ni alimento, bajo un sol implacable. Los soldados japoneses martirizaron a los cautivos durante la tristemente célebre marcha de la muerte de Bataan, azotándolos con látigos y fustas cuando flaqueaban, propinándoles culatazos con sus fusiles, disparando a capricho contra ellos y dirigiéndoles obscenos improperios. Muchos se derrumbaban en las cunetas, exhaustos. Entonces, las tropas niponas disparaban contra ellos, a veces sobre puntos no vitales, para prolongar su agonía. Algunos oficiales desenvainaban sus sables y decapitaban a los que caían. Un capitán, sable en mano, iba recorriendo la casi interminable columna de prisioneros, deteniéndose de vez en cuando para decapitar a uno de ellos, aunque no diese muestras de flaquear. Americanos y filipinos avanzaban renqueando, con la vista fija en el suelo. Cuando alguno se atrevía a alzar los ojos y mirar al frente o a un japonés, era de inmediato ejecutado. Más de 10.000 hombres fueron asesinados en el camino a San Fernando. En realidad, hubo más muertos durante la marcha de la muerte que en la defensa de Bataan, lo que da idea del sadismo y el talante criminal nipón.
En abril de 1942 parecía que el rodillo japonés era imparable, pues las tropas del imperio del Sol Naciente habían ocupado, en relativamente poco tiempo, vastos territorios, expulsando de ellos a los occidentales. El relato pormenorizado de tales hechos excedería el objetivo principal de este ensayo, si bien he creído necesario detallar algunos de los más relevantes, para que el lector se haga una idea de cómo se desarrolló la ofensiva nipona. En todo caso, la opinión generalizada, tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña y Australia, era que resultaría imposible detener a los japoneses a corto plazo.
Pero la reacción de Estados Unidos, aunque lenta al principio, estaba comenzando a tomar forma. Y cuando los nipones menos lo esperaban, cuando estaban más seguros de su poder e invulnerabilidad, henchidos de fatua autocomplacencia, recibieron el que sería el primero de una larguísima serie de golpes, cada vez más fuertes e implacables.
(Continuará).
Notas.
Las denominadas guerras del opio fueron dos conflictos bélicos que enfrentaron a China, un país entonces muy débil, con el Imperio Británico por razones comerciales. La compañía Británica de las Indias Orientales buscaba controlar el comercio de té, sedas y porcelanas chinas, muy demandadas en Europa. Gran Bretaña tenía un importante déficit comercial con China, ya que los productos manufacturados británicos apenas tenían salida en el gigante asiático, mientras que debía pagar a los chinos los productos antes mencionados con plata. Así pues, la CBIO empezó a introducir opio en grandes cantidades en China, procedente de la India. El número de adictos creció de un modo alarmante. Millones de personas consumían opio y, para conseguirlo, estaban dispuestas a entregar a los ingleses, a cambio de la droga, cualquier mercancía. El gobierno chino intentó frenar aquello, por considerar, con toda razón, que los británicos estaban esquilmando el país, y condenando a buena parte de su población a la degeneración física más absoluta. El emperador Daoguang, ante el cariz de la situación, tomó cartas en el asunto, nombrando comisario imperial al incorruptible mandarín Lin Tse Tsu, ordenándole que combatiera ese comercio infernal. El comisario imperial chino escribió a la reina Victoria, solicitándole que pusiera fin a esa monstruosidad y castigara a los que comerciaban con sustancias tóxicas. Al mismo tiempo, las autoridades chinas procedieron a la incautación y quema de varias toneladas de opio. La reina Victoria dio la callada por respuesta. Lin Tse Tsu sólo recibió contestación del gobierno británico, que eludió la cuestión principal y le advirtió que la destrucción de mercancías propiedad de súbditos británicos acarrearía graves consecuencias para el gobierno chino. Como éste no cedió al chantaje de los ingleses, e incluso maniobró para boicotear las actividades británicas en el país, las tensiones subsiguientes entre ambas potencias degeneraron en un conflicto armado. Aunque ya en ese tiempo importantes personalidades políticas de Gran Bretaña criticaron el sucio comercio de opio que realizaba la CBIO, lo cierto fue que el gobierno británico apoyó las reclamaciones de esa siniestra entidad con la fuerza de las armas. El conflicto se desarrolló entre marzo de 1839 y agosto de 1842. China fue derrotada y, además de seguir adelante con el narcotráfico, Gran Bretaña se anexionó varios territorios, incluyendo Hong-Kong. Hubo una segunda guerra del opio entre 1856 y 1860, también con victoria británica. Estos conflictos ejemplifican el carácter netamente depredador del Imperio Británico. N del A.